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Por EL PAMPA (Don Ricardo Alvarado)
Diario EL TIEMPO del 16 de diciembre de 1972
Corría el año 1928. El viejo Hotel Argentino estaba situado en la esquina de Burgos y Alsina (hoy H. Yrigoyen) y eran sus propietarios don Manuel Calzado y Adolfo Setley. En la misma esquina donde hoy está el Trust Joyero tenían su estudio jurídico los doctores Lisandro Salas y Cosme Lastiri. A este último, recién graduado, sus amigos le llamábamos cariñosamente el Vasco.
Con el tiempo ambos descollarían en la función pública. Camarista e Interventor Federal en la provincia de Santa Fe, serían las funciones que desempeñara ese caballero de luenga barba que era el doctor Salas, mientras el doctor Lastiri sería Director General de Protección de Menores primero, luego Relator Letrado de la Fiscalía de Estado de la Provincia de Buenos Aires, y más tarde Juez en lo Civil y Comercial en el Departamento Judicial con asiento en Mercedes.
Por el tiempo de mi relato el Argentino y el Colón eran los dos mejores hoteles de la ciudad, y en el Argentino se hospedaban los funcionarios que tenían a cargo la liquidación del Banco Comercial del Azul.
Muchos de los lectores recordarán que el salón comedor del hotel estaba situado en el centro de su amplio patio, y que era de chapas acanaladas por fuera, mientras que por dentro era de madera machimbrada, tanto sus paredes como cielorraso y sus pisos de madera siempre muy bien encerados.
Su atención extremadamente esmerada y su cocina de primer orden no desmerecía el prestigio logrado por el señor Setley, que había actuado como Cheff en un calificado hotel de Mar del Plata. El señor Calzado actuaba como maitre. Me parece verlo recorriendo mesa por mesa, preguntando a los comensales si estaban bien atendidos, ya recomendándoles determinado plato , como recomendando un buen vino.
Y en este eslabonar recuerdos no puedo olvidar las veces que fui invitado a compartir la mesa con aquel Señor, sí, así con mayúscula, que fue el doctor Bartolomé Ronco, quien me deleitaba con sus referencias sobre Azul de antaño. Fue sin duda él quien me encariño con el pasado de mi ciudad natal y muchas de sus referencias son las que fueron publicadas tiempo ha en los espacios que tan gentilmente me ofreciera EL TIEMPO.
Era hábito que todos los atardeceres se hiciera en el Bar del Argentino una mesa de truco o de mus y casi siempre con los mismos contertulios que son de mi permanente recuerdo: don Francisco Cadaval, don Adolfo Vilatte, don Agustín Bardi, consuetudinario fumador del Ad Astra, el doctor Sixto Ricci y el doctor Miguelito Cordeviola. Cuando faltaba alguna pierna, ahí estaba el Vasco Lastiri, don Manuel Calzado y muy rara vez el señor Setley. Como se jugaba por algún interés, éste era el Cinzano que debían pagar los perdedores.
Era costumbre de entonces y. creo que lo fue siempre de los que no teníamos compromisos hogareños, después de cenar nos fuéramos a tomar el cafecito y charlar al Club o Café de nuestra preferencia. Con el Vasco Lastiri, que éramos compañeros inseparables, lo hacíamos habitualmente en el Torras o en lo de Petrola.
Cierta noche estando en una mesa con dos jóvenes bancarios: Arturo Belbey y Aníbal Orengo, con Julito Ferrer Reyes y el gordo Ramallo, se le ocurrió al Vasco que fuéramos hasta una casa deshabitada, propiedad de sus padres, que estaba situada en Rauch y Juárez (hoy Roca).
Como había practicado hasta hacía poco el box, ahí tenía una especie de gimnasio para mantenerse en forma, ya que por entonces andaba en los cien kilos. Tenía en esa casa desocupada una camilla para masajes, dos pares de guantes que colgaban de la pared, un puchim-ball. También algunas sillas y banquetas, y una mesa de tres patas. En la cocina el calentador Primus, pava, yerba y mate.
Muchas veces después yo visitaría esa casa de día y me consta que no había más nada en su interior, no sótanos que pudieran justificar lo que allí habría de ocurrir.
Aquella noche desde el Torras echamos a caminar y cuando faltaba media cuadra para llegar observamos que las luces de la casa estaban encendidas.
Esa circunstancia le llamó la atención al Vasco por la razón que la luz había sido cortada cuando se desocupó la casa. Cuando fue a poner la llave en la puerta para abrir, como por arte de encantamiento las luces se apagaron. La sorpresa era mayúscula, por no decir susto.
No obstante, como éramos cinco o seis, hicimos coraje y entramos. Revisamos totalmente la casa y adentro no había nadie, ni siquiera un lugar por donde alguien pudiera salir.
Frente a esa situación no pensamos en otra cosa que en irnos cuanto antes y así lo hicimos. Comentamos el caso con otros amigos, incluso con el Comisario Méndez Caldera, y no logramos más que risas. Logramos convencerlos que en ello no había broma.
Pasaron varios días. Este suceso había cundido entre los amigos del café Torras y, venciendo nuestra resistencia, lograron que volviéramos a esa casa otra noche. Recuerdo que Julito Ferrer Reyes iba armado. Pero esta vez fuimos más de diez, y otra vez la misma circunstancia: las luces estaban encendidas. Al abrir la puerta se volvieron a apagar.
Resolvimos que entraríamos seis, y cuatro quedarían afuera para ver si alguien salía o se veía algún movimiento en los techos.
Pero nada anormal ocurría. Algunos vecinos habían salido a la vereda extrañados por el inusual movimiento.
No recuerdo quién, pero alguien sugirió que hiciéramos una sesión de espiritismo. Así lo hicimos. Con la penumbra que proyectaba la luz de la calle, colocamos en el centro de la habitación de la ochava la mesa de tres patas, nos sentamos en cinco sillas en su rededor y pusimos en la mesa las manos sin oprimirlas de modo que tocaran nuestros pulgares. Los meñiques debían tocarse con los que teníamos a nuestro lado hasta cerrar el círculo.
El Vasco Lastiri haría de Médium. Debíamos estar concentrados y en absoluto silencio, mientras el médium invocaba al espíritu de Pancho Sierra. Pasaron unos pocos minutos y la mesa apoyada en dos patas se fue inclinando lentamente para luego caer pesadamente sobre la otra pata, Eso significaba que el espíritu había concurrido al llamado.
Por turno y mentalmente se hacían las preguntas con la palabra “invoco”. Un golpe de la mesa significaba Sí y dos golpes significaban No.
Cuando me llegó el turno, previo la palabra invoco pregunté mentalmente cuántos años tenía mi madre cuando falleció. La mesa dio treinta y dos golpes consecutivos. Era la verdad, mi madre tenía treinta y dos años cuando falleció.
Mi asombro era mayúsculo. Cuando el que me sucedía iba a hacer su pregunta, los guantes de box que estaban colgados en la pared volaron por el aire y dieron en la cabeza de Belbey y ahí comenzó el drama. Belbey cayó pesadamente al suelo, desmayado. Todos nos levantamos para atenderlo. Lo pusimos en la camilla y lo apantallábamos, pero no reaccionaba. Alguien dijo de ponerle paños de agua en la cabeza. Salimos con una toalla afuera donde había una bomba y ahí nos quedamos paralizados.
Por la orilla de la pared del patio caminaba dos fantasmas con túnicas blancas y lentamente veían hacia nosotros. Cuando pudimos corrimos hacia adentro y cerramos la perta. Belbey reaccionó y salimos de esa casa, jurando no volver a poner los pies más en ella.
Llegamos al Torras y en rueda de amigos comentamos todo lo sucedido. A Belbey esto le molestaba sobremanera, ya que siendo él empleado del Banco de la Nación, no quería que esto trascendiera. Tomamos unos café y cognac, que buena falta nos hacía, mientras los demás conjeturaban a su modo.
En esa reunión participaban don Juan y don Ricardo Torras. Yo me limitaba a observar si pesaba algún guiño o seña que me sugiriera la broma, pero nada, todos lo comentaban con la mayor seriedad. Cuando cruzamos al Hotel para ir a dormir (el que pudiera) notamos la desaparición del Vasco Lastiri. Lo buscábamos pero no lo encontrábamos. Por fin alguien dio con él. Estaba parado sobre el umbral de un aljibe que había detrás del comedor, mirando al cielo con un crucifijo en la mano y diciendo “Soy el espíritu de Pancho Sierra”.
Frente a esta otra alternativa, resolvimos volver a sesionar en el Hotel. Eran como las dos de la mañana. Cuando lo íbamos a hacer se nos apareció don Manuel Calzado y nos llamó la atención de que eso debía terminar. Nos adujo las razones, que podía llegar a oídos de don José Ferreyro, Director de El Ciudadano, y caer en la picota de sus Murmuraciones, o de don Jorge Elizagaray, de El Régimen, los que al comentarlo atentarían contra el prestigio del Hotel. En fin, hasta que se le podían ir los pensionistas.
Pasaron muchos años. Mi estrecha amistad con el doctor Lastiri duró hasta su fallecimiento, pero nunca pude desentrañar la verdad de lo ocurrido en aquellas inolvidables sesiones de espiritismo.
Creado: 2015-12-22 14:48:01 - Modificado: 2015-12-22 14:50:21
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