Nos pareció oportuno incluir en esta página, a manera de homenaje al fallecido periodista cuyo nombre lleva nuestra Hemeroteca, el texto escrito por la Prof. Adriana Abadie en diciembre de 2007, cuando Miguel fuera distinguido como Ciudadano Ilustre de nuestro Partido.
Quizás este comienzo transgrede todo lo que él me enseñó: una escritura donde habrá uso –y hasta abuso- de la primera persona. Un abordaje periodístico donde, esta vez, el objetivo no es la narración de un hecho de interés público sino la transmisión de vivencias particulares.
Más o menos dicho o sugerido, el Viejo siempre sostuvo que no está bien hablar de sí mismo. Y que un periodista no debía aparecer jamás en su trabajo, porque la riqueza de una nota reside en el relieve que logra dársele al entrevistado. Verdad absoluta que, a poco de conocerlo, quienes tuvimos el privilegio de compartir con él horas, días, años de Redacción, tomamos como el mejor de los decálogos de la profesión. Como todo lo que enseñaba día tras día, sin proponérselo en forma deliberada, pero que nos convertía en sus mejores discípulos en la universidad de la vida y en el ejercicio del periodismo lugareño, aun a sabiendas de que jamás alcanzaríamos su estatura.
Parece simple, pero no es fácil ser cronista y vocero en una ciudad chica, de la cual indefectiblemente se forma parte. Y por eso, muchas veces los alcances de lo que se dice o de lo que se escribe rozan la propia singularidad o la del vecino.
Sin embargo, Juan Miguel Oyhanarte es un verdadero maestro en esto de hacer de la ética un estilo de vida. Porque los límites son justos y precisos cuando están establecidos desde la propia conciencia y sostienen una coherencia inquebrantable entre lo que se dice, lo que se hace y lo que se escribe. Ahora bien: cuando estos postulados pueden sostenerse durante casi medio siglo sin fisuras, estamos en presencia de seres singulares, miembros de una especie prácticamente extinta. Tal vez reconociendo esto, con excelente lógica el Intendente Municipal doctor Omar Arnaldo Duclós propuso su nombre como Ciudadano Ilustre del Partido de Azul.
Quienes conocemos al Viejo, sabemos que más allá de las previsibles negativas iniciales, de la reticencia a los honores y halagos que atravesara toda si vida, el homenaje que recibió junto al profesor Exequiel Ortega, el doctor Ricardo Molteni y el ausente con aviso monseñor Miguel Esteban Hesayne, el viernes próximo pasado, constituye en su alma sensible y buena un tesoro que no olvidará ni el último día de su existencia.
Nada nos costó a quienes compartimos, en diversos tiempos, tramos diferentes de su trayectoria, sumarnos a ese momento como si se tratara de nuestra propia fiesta. Vaya para el Intendente Municipal y el Concejo Deliberante una gratitud expresa y manifiesta por haber llegado tan a tiempo con una designación inobjetable. Los tributos deben rendirse en vida, porque siempre dan más calor que el mármol y que el bronce.
En la tarde del viernes allí estábamos todos –o casi-, sin cita previa, acompañando al más grande de los periodistas que hayamos frecuentado. “Nos volvemos a encontrar todos en el lugar de trabajo” me dijo al confundirnos en un abrazo otro de los grandes e históricos –quien también merece un reconocimiento que acaso, por humilde, nunca espere-: Alberto Clavellino. El “Cabezón” también tiene una larga trayectoria de capacidad intelectual, cualidades humanas, condiciones periodístico-literarias y dimensiones afectivas. Ojalá no se convierta, parafraseando al profesor Ortega, en otro de los “grandes olvidados” de la historia local.
Oyhanarte: un poco periodista; un poco maestro, con equilibradas dosis de camarada y de oponente implacable cuando la ocasión así lo requirió; un poco padre cuando también hizo falta; un timón cierto en las horas difíciles y hasta en las vísperas de naufragios que parecían inevitables. ¿Cómo estar ausente, a la hora de compartir semejante corolario del privilegio de haber sido actor de reparto en la película que constituye su vida?
Dije al comienzo que habría excesos de primera persona. Es que no encuentro otro recurso a la hora de contar de Miguel lo que pocos conocemos. No es novedad alabar su trabajo, reconocer su trayectoria, describir su particularísima personalidad o calificar su honor intachable. Pero el recurso de la anécdota, aunque trillado, suele ser válido a la hora de justificar ante los demás la admiración que alguien nos inspira.
En lo personal, me sucede con Miguel lo mismo que me ocurre cuando deseo sentarme a escribir sobre los grandes protagonistas de la historia familiar: el temor de no estar a la altura de la circunstancia me llena de miedos y prejuicios paralizantes. Pero trataré de superarlos y, dejando de lado aspiración literaria alguna, lograr el objetivo: sentar testimonio público de esta admiración y afecto y, a la vez, transformar algunos retazos de la vida que en lo laboral y privado compartí con este maestro, en relatos públicos que puedan aportar algo más al sostenimiento de esa dimensión de grandeza que él supo alcanzar por mérito propio.
Lo conocí cuando culminaba diciembre de 1991. Yo llegaba desde otra ciudad a formar parte de ésta. Mis sueños de chica de pueblo no permitían siquiera que imaginara la posibilidad de ser periodista. Sin embargo, conocerlo, admirarlo y animarme a seguir su escuela fueron casi un solo paso. De la mano de Clavellino –que en un exceso de confianza apostó a ciertas dotes para el teclado que ni yo misma imaginaba- di un salto cualitativo de la Corrección a la Redacción de los textos de El Tiempo. Uno me daba trabajo; el otro me acercaba materiales y estímulos. Porque Miguel nunca se guardó nada. Fue el único que supo atesorar testimonios de lo que se iba haciendo en el día a día: pionero en la valoración de la historia cotidiana, supo siempre que no sólo es suceso y noticia lo que se escribe en documentos. Con cierta humildad y a nuestro modo, lo imitamos luego en nuestras respectivas secciones, con Mario Vitale y Daniel Puga, en una tarea por cierto tediosa, pero justificable en sí misma por su utilidad. Miguel me enseñó a lavar fotos para evitar el deterioro de los químicos que se usaban para el revelado, con el paso del tiempo. Me pasó algunos criterios de cómo archivar y reconocer lo que estaba llamado a ser importante algún día, cuando nosotros ya no estuviéramos allí para recordarlo. Puso sus fotos y documentos al alcance novato de mi entender y de mi modo de redactar. Me presentó gente importante y de la otra, que debíamos descubrir por primera vez en forma pública como valiosa y ubicarla en un sitial de reconocimiento, porque esa es una de las tantas tareas del periodista.
A su lado aprendí que los reportajes comienzan antes de encender un grabador y terminan mucho después de que éste se apaga. Me enseñó también a desarrollar cierto “olfato” que distingue cuándo debe usarse grabador y cuándo apenas lápiz y papel, a fin de no intimidar a quien no tiene dominio de una sólida oratoria. Desde su ejemplo supe que el entrevistado es el motivo, y que si bien uno no llega a su lado para ser condescendiente, jamás debe, al transcribir su testimonio, traicionar su confianza ni faltarle el respeto. Aprendí a diferenciar lo que es anécdota de lo que es chisme malicioso: separar “la paja del trigo”, así entre comillas, como fue siempre “su” estilo, al apelar a la mezcla de estilos y lenguajes. Siempre dijo que periodista “se nace”, y que esa condición “se hace” con el correr de muchos renglones escritos y de muchas calles pisadas. Por eso siempre gastó suela de zapato Juan Pisacalle, y nunca accedió a manejar automóvil alguno. Mucha gracia me hizo verlo una vez en bicicleta pequeña, que tal vez usó por alguna noticia que debía agregar, ganándole al cierre de la edición; o acaso para cumplir con el “favor” a algún vecino que lo merecía, sin esperar nunca ventaja a cambio, movilizado por el único placer que pude reconocerle: servir a los demás.
El caso es que cuando quise acordar, formaba parte de una Redacción mayoritariamente masculina, con una sección diaria fija y un suplemento a cargo que alimentaba mi orgullo cada jueves, cuando el papel con olor a tinta fresca llegaba a mis manos. Recorrer hoy ese archivo que Miguel me enseñó a guardar significa reconocer que en casi todos los números aparece alguna de las fotografías que atesoraba su propio archivo, y que tan generosamente acercaba a mi escritorio.
Haciendo del amor propio un inevitable ingrediente adictivo, nos enseñó que el buen periodista es capaz de escribir sobre lo que la ocasión marca. Convencida de ello, de vez en cuando estaba ahí, redactando algún “bolillo” a semejanza de su particular estilo para Baldosas Flojas; o aportando con aspiración solemne algún punto de vista para el editorial del día. Todo lo permitió. Nunca censuró una nota, aún cuando en originales de otros intervenía con inmejorables correcciones de estilo. Hizo de la libertad un método de trabajo. Valiéndose de la persuasión impuso un modo de ser Jefe de Redacción: la conciencia como propio límite, la verdad como meta, la documentación fehaciente como recurso fueron elementos infaltables de sus tácitas lecciones.
Su modo de enseñar trascendió el mero ámbito de la Redacción. A él se le debe la paternidad de la expresión “familia tiempista”, que con conciencia de clan se pronunciaba en todas las secciones del edificio de Burgos y Belgrano. Habiendo ingresado a la empresa como cadete, bien podía ufanarse de conocer todas las tareas. Y sin embargo, fiel a su ideología socialista, nunca avasalló el trabajo del otro: “cada lechón en su teta es el modo de mamar”, decía como el gaucho Fierro. Y así, merced a su actitud, el armador sintió tanto orgullo por ser eslabón de una sólida cadena como el fotógrafo, el publicista o el que manejaba la rotativa: juntos, con todos, la cadena era posible; de lo contrario, se transformaba en un puñado de sueltos eslabones.
Alguna vez, entre unos pocos, sugirió la necesidad de trabajar sin estar pendiente del reloj. Consciente del deber de entregar a tiempo materiales a la sección siguiente, su prédica apuntaba más a la necesidad de que quien escribe, debe hacerlo inspirado por su voluntad de estar al servicio de la gente, más allá de ambiciones personales. Así, nunca fue raro encontrarnos todos hasta la madrugada en días de elecciones, o cuando las calles estaban inundadas: nunca dejó de rescatar que había compañeros redactando, tipeando, corrigiendo textos o ubicándolos en una página junto a las fotos del día, mientras el agua entraba en sus propias casas. Miguel fue sostén mayúsculo de la idea impostergable de que el diario es un servicio, que antecede cualquier situación individual.
Con los años el trabajo, al revés de los gallos que no se cuecen en el primer hervor, su corazón fue poniéndose más tierno. Cuando las mujeres comenzaron a ser numéricamente un elemento de peso en la casa tiempista, supo dejarse mimar más allá de algunos gruñidos característicos: no pudo escapar nunca al encanto de un gesto maternal o de una palabra cariñosa.
Con la complicidad de Blanca, su querida e incondicional esposa, supimos organizarle una que otra fiesta-sorpresa para sus cumpleaños que, dicho sea de paso, siempre lo sorprendían aporreando la Remington, que jamás quiso cambiar por ninguna clase de computadora que se pusiera a su alcance. Para nosotros, el premio era la fiesta en sí misma, pero venía con un “plus”: los carteles de manifiesta gratitud que, al día siguiente, encontrábamos colgados en todas las dependencias y secciones.
En lo personal también atesoro algunos gestos, que guardo como privilegios: la foto de mi hijo que colgó al lado de su escritorio, cual abuelo orgulloso, porque fue la primera persona a la que decidí contarle mi sospecha de estar entrando en el camino de la maternidad, y desde entonces comenzó a sonreír conmigo; los libros que me regaló y los que comentamos juntos; los documentos que salió presuroso a buscar, cuando algún interés o capricho lector me llevaba a solicitarle algún material que, si bien no tenía, consideraba una urgencia poner a mi alcance para satisfacer mi curiosidad; la mañana que muy temprano entró a la Redacción y, con sonrisa de padre complacido, nos dijo “Ustedes están locos”, al comprobar que tres compañeros habíamos pasado allí la noche trabajando, sin volver a casa, para sacar un suplemento a la calle como nosotros queríamos; el viaje que hizo hasta La Plata, nada más que para estar conmigo el día que me entregaban un premio; los “te felicito, rubia” que con tono bajo me regalaba tras la publicación de una nota que lo conmovía, aun cuando nos separaba un ocasional silencio de varios días por haber discutido en el fragor de la labor diaria… Gestos de integridad, por donde quiera que se los mire, y que vienen a mi memoria en forma de bendita fragmentación, como un video clip atravesado por tantos sentimientos que se agolpan y confunden, en el afán de ser revelados.
Y sí… Porque privilegio es pasar por la vida habiendo tenido la posibilidad de conocer al Viejo y frecuentar su trato, quien ahora no sólo es el decano del periodismo azuleño, sino que la comunidad toda lo ha reconocido como Ciudadano Ilustre del Partido de Azul.
Tres acepciones da la enciclopedia Espasa Calpe al adjetivo ilustre. La primera se refiere a alguien “de distinguido linaje u origen”: Juan Miguel Oyhanarte Zárate Pellegrini supo firmar alguna vez la correspondencia poco solemne, de humor irónico e infaltable que circulaba de su escritorio a los otros, con lo cual daba cuenta de su orgullo de ser hijo de Juana y Dionisio, quienes le dejaron como legado una bolsa imaginaria llena de valores morales, los recuerdos de una vieja casona que cobijó sus primeros años en la calle 9 de Julio próxima al arroyo, con una palmera que aún hoy es añoso y mudo testigo cuidador de sus años de infancia, esa que supo vivir como paraíso nunca del todo perdido.
La segunda acepción del Espasa alude a ilustre como “insigne, célebre”: de hecho, Miguel lo es, al modo que él quiso, apostando a su Patria Chica, aún cuando tuvo la posibilidad de conocer otras luces de la fama, cierta vez que lo tentaron a escribir y probar suerte en la Redacción del gran diario Clarín, de la Ciudad de Buenos Aires, pero que decidió dejar de lado por esta preferencia a ser “toro en propio rodeo”.
Finalmente, el gran enciclopédico español dice que ilustre es quien obtiene un “título de dignidad”: en los parámetros de su tiempo –que es éste que, a pesar de tantas urgencias, le ha permitido estar vivo para ser protagonista de los honores que se le tributan- es digno quien se sostiene a través de su trabajo, es fiel a sí mismo y a lo que cree, y vive por derecha aun cuando sustente principios de izquierda, reconociéndose esclavo únicamente de la verdad.
Mi diccionario personal tiene incorporada una cuarta acepción: ilustre es quien alcanza a marcar en su trayectoria una huella con brillo propio, a la manera de Miguel Oyhanarte: caballero de su tiempo, rey del honor, conde y duque de la moral y de los principios inquebrantables, zar de los nobles gestos y príncipe del desprendimiento y la solidaridad constituyen, en su persona, una síntesis de hidalguía que puso al servicio de todos los hombres y mujeres de su ciudad, elevando a modo de bandera un oficio que, más allá de cualquier título nobiliario, nos enseñó a ejercer con libertad, igualdad y fraternidad.
Mis respetos, Ciudadano Ilustre de Azul. Mi felicitación, señor periodista. Mi orgullo y gratitud eternos, ¡Viejo querido!
Azul, 30 de diciembre de 2007.